Llegaron y envolvieron las ciudades y los campos en fuego. Sólo
dejaban muerte. Llegaron cuando Japón ya estaba derrotado y no tuvieron piedad.
No traían paz, sólo hambre y horror.
Prohibieron izar la bandera imperial. Prohibieron hablar de
las matanzas y de las violaciones. Hasta cuando se notificaban 300 violaciones
al día. Nadie podía hablar. Prohibieron rezar. Una religión milenaria, que
adoraba a los espíritus de la naturaleza y a sus antepasados, a sus héroes, estaba proscrita. El
país de la libertad, el que traía la democracia, no toleraba que Japón tuviera
alma. Atacó al corazón de su cultura y sus valores.
Los amos de la libertad humillaron a un pueblo para el que
el honor está por encima de todo. Aletargaron a su juventud. Les dejaron
sin nada.
Es curioso cómo una cultura tan alejada de Europa ha podido
tener un destino tan similar. A nosotros no nos han quitado el pan ni han
quemado nuestros campos. Pero también nos han arrancado el espíritu.
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